Amigos lectores de este blog:

Por: Julián Morillo 
Una recomendación que siempre me hizo el diseñador de este blog, mi hijo Jasser, QEPD, es que estas páginas no se abandonan, hay que publicar algo día por día; no importa lo simple que nos parezca, el público lector está esperando información, diversión, orientación.
Aun estando en el Instituto Oncológico, me decía: "Viejo Moro, vaya al centro de internet y escriba algo para el blog".
Reconozco que por no separarme de su lado desoí esta recomendación, y solamente el pasado 16 de mayo volví a publicar un texto, precisamente una carta póstuma a mi querido hijo y maestro.
Como honra a su memoria, y en vista de que los amigos nos han sugerido volver a la cotidianidad perdida, a partir de hoy aspiro a mantener viva y actualizada esta página.Aunque mantendre mi estilo de comunicar de manera simpática y orientadora, permítanme de vez en cuando colar un poco de ese dolor que por mucho tiempo me afectará y una que otra información sobre la leucemia, enfermedad que terminó con su vida terrenal.

Carta póstuma a mi hijo Jasser

Señor
Julio Jasser Morillo,
El Cielo

Querido hijo:

Aquella madrugada en que llevamos en un motoconcho a tu madre con dolores de parto, y que a las pocas horas ya tú entrabas en el mundo de los vivos, supe que ibas a ser un “tipo” muy independiente. Y lo confirmé años después cuando les compré a los tres sendas bicicletas, y tú, muy resuelto, y yo muy irritado, me dijiste que no querías aprender a montar bicicleta. Meses después, te vi agarrar una bicicleta, colocarla en el contén y salir solo, como un campeón, como quisiste y el día que quisiste.
¿Recuerda que siempre te dije que tú serías alguien grande en la vida, pues tu cabeza tenía la forma de los grandes emperadores romanos? Tú te reías, con esa desbordante y hermosa sonrisa que no te abandonó ni en las circunstancias más difíciles.
Y sé que tuviste muchos momentos escabrosos, porque al ser tu vida tan intensa, tenías prisa, te adelantaste al tiempo (a los dos años ya tenías el tamaño de Darwin, tu hermano mayor, a los ocho te mofaba diciéndole enano); hiciste amistad fácil “con los más grandes”, pues querías saberlo todo, beberlo todo; incluso las aulas te resultaban aburridas porque todo marchaba muy lento y tu necesidad de saber y vivir era más rápida.
Luego me hizo saber mi amiga Arelis Rodríguez, que hay seres que vienen a la tierra con una misión corta, pero significativa, y que una vez cumplida ésta, se marchan. Así como los extraterrestres de la película. Pero yo no lo sabía, Jasser, y quizás por eso a veces no entendía algunas actitudes tuyas, y me decías: “Tranquilo, Viejo Moro, todo estará bien”.
Lo que sí sabía es que aquella tendencia tuya a aislarte durante la niñez, clasificar objetos, recoger caracolas en el mar cuando íbamos de playa, era un acercamiento a las ciencias.
Y así fue: después que descubriste el mundo de la tecnología, ya no hubo mayor pasión en tu vida. A los quince años ya te decían maestro, pues iniciaste a enseñar en cursos sabatinos y dominicales de introducción a la informática. Heredaste esa facilidad de comunicar los conocimientos. Más adelante también te convertiste en mi maestro, mi socio en tantos proyectos realizados y tantos dejados en carpeta. Todo lo hacías con tanta entrega y tanto desinterés mercurial que te ganaste el respeto y el cariño del mundo literario, comercial y político de nuestro pueblo. Ese respeto y cariño fue el que se manifestó en el teleradiomaratón que se organizó poco antes de tu partida, con el fin de ayudar, fallidamente, a recuperar tu salud; igualmente se reflejó en los más de cincuenta amigos y conocidos tuyos que donaron o quisieron donar sangre y plaquetas para que te quedaras entre nosotros.
Mi hijo, tanto amaste a tus padres y a tus hermanos, que decidiste darnos una nietecita para que llenara el vacío que nos iba a dejar, y la amaste y cuidaste de tal manera, que también nosotros la convertimos en la princesa de nuestro hogar. Todo lo tenías planeado.
Pero, como siempre te dije, no hay nada tan bueno que no tenga algo malo, y viceversa. Tu autosuficiencia te llevó a cuidar de ti mismo como cuidabas de los demás, y por esa razón curabas tú mismo tus dolores o ibas donde tus médicos amigos, y bajo esa experiencia acumulada te automedicabas o soportabas tus penas con estoicismo, con mucha dignidad y hasta con elegancia, de tal modo que no sufriéramos por ti.
Quizás por esa razón no alcanzamos a ver las primeras señales de esa maldita leucemia que escogió tu cuerpo para llamar la muerte, precisamente el tuyo. Y precisamente tuve que llevarte al mismo hospital oncológico donde hace unos 22 años llevé a mi padre mordido por un cáncer.
Pero hasta allí llevaste esa alegría tan contagiosa y ese buen humor que tenía el carácter de carta de presentación en tu vida. Todas las enfermeras, bioanalistas, personal médico y de limpieza, así como los de seguridad estuvieron pendientes de ti. Cuando al través del cristal te preguntaban cómo estabas, levantabas tu brazo de triunfo. Lo mismo para tus amigos que te visitaban contra toda prohibición. Le voceabas desde allá adentro a las muchachas: “hola bruja, hola gorda, dígame, maestro, cómo está mi profe”. Eras increíble, mi hijo.
Pero esos últimos treinta días fueron intensos, Papa, difíciles, dolorosos para nosotros que no nos apartamos un minuto de tu lado para que nada te faltara, pues después de siete quimioterapias consecutivas vendría un periodo crítico. Pero no. A los diez minutos de la primera te sentaste como si nada hubiese pasado. Luego apenas vomitaste una vez. Pero apareció aquella fatal neumonía que destruyó tus pulmones, obligándote a usar un respirador artificial que precipitaría tu final físico.
Pero, sabes qué, mi hijo? Pa no quiere recordarte con amargura, sino con la alegría con que conquistaste a jóvenes y viejos, a pobres y ricos, a blancos y negros. Los hombres como tú no mueren nunca. Quiero asumir la idea de que Dios te sacó de las perversidades de este mundo para que no te le contaminaras. Y bajo ese convencimiento tan consolador asumo tu muerte como un acto de salvación. Siempre te querré, gordo de mi vida.



Julián Morillo