Sin lugar a dudas, la yipeta no sólo es el vehículo cuya venta ha aumentado más en los últimos años, sino el que mejor retrata al dominicano de hoy, al dominicano posmoderno.
Hace no más de 20 años que los vehículos predominantes eran los llamados “pescuezo largo”, traídos del mercado norteamericano, y que apenas podían usar los tutumpotes o los chóferes que viajaban a Santo Domingo (recuerdo que en el mercado público recogían los últimos pasajeros). En esa época, lo más próximo a una yipeta era el jeep, vehículo todo-terreno, con tracción en las cuatro gomas, que servía sobre todo a los que tenían fincas o hacían trabajos en la loma. Se usaba por necesidad, no por confort.
Pero en la década del 90 comenzó una fuga de yipetas hacia Santo Domingo. Primero fueron los dominicanyorks que amasaban fortunas producto del narcotráfico, y luego los políticos “exitosos” se dieron cuenta de que una yipeta era un símbolo de prestigio, de poder, de dinero. Un vehículo bien grande para poder andar por encima de los “mortales”; lujoso, para que todo el mundo se quede con la boca abierta y los elogien; cómoda para jamás acordarse de cuando dormían en colombina, canapé o colchón de guata.
Luego se sumaron a este grupo los peloteros y los artistas, que no entendían otra forma de no pasar inadvertidos.
Desde el año 2002 hasta el 2009 se habían comprado en la patria de Juan Pablo Duarte nada más y nada menos que 41, 805 yipetas, yipeticas y yipetones. Sólo en el año 2008, que fue el año de la gran crisis mundial, aquí entraron 11,240 “pájaras” de esas.
Usted se para por un momento en una calle de Bonao y le da la impresión, por un momento, de estar en otro país. Y no en cualquier país, porque aunque son más baratas en los países que las fabrican, tampoco es todo el mundo que puede adquirirlas.
Lo lamentable es ver como muchos jóvenes que tienen como modelo a los yipetuses, deciden buscarse estos lujos por la vía fácil, que es el robo, el narcotráfico, y en el mejor de los casos la política.
Pero así somos los dominicanos.